Cuando paseamos por El Puerto y con curiosidad observamos los imponentes edificios que conforman nuestro casco histórico, en muchas ocasiones nos preguntamos qué pudo albergar tal o cual finca y qué significó para la época su construcción.
En esta ocasión nos fijamos en esa que conocemos como La Casa de la Aduana.
En este caso, nos preguntamos a qué fue debido que edificios de tanto empaque se construyeran junto al río. Y obtenemos la lógica respuesta, el auge comercial que en la segunda mitad del XVII experimenta nuestra ciudad y la decisión de la mayoría de cargadores a Indias de ubicar sus casas en la Ribera del Guadalete.
Uno de los proyectos de más enjundia, en la zona cercana al río fue, sin duda, el de dotar a nuestra ciudad de unas infraestructuras portuarias acordes al auge del comercio marítimo que año a año crecía y se consolidaba. Junto a esto, no de menor importancia, se proyectó la construcción de un edificio, cuyos planos y dirección se atribuyen al maestro de obras de Jerez, Pedro de Coz. Pero, lo que pocos portuenses conocen es lo que llevó a la construcción del edifico -que ocupaban las Casas de Gilberto de Mels y Pedro Pumarejo-, conocido como de La Aduana. Pues, ni más ni menos, La Real Hacienda, por la excelente calidad de las aguas de La Piedad, decidió levantar, en 1797, la Real Fábrica de Aguardientes y Licores.
En la segunda mitad del XVIII, se impuso el gusto neoclásico impulsado por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. El inmueble muestra ese estilo: la necesidad de la funcionalidad y la supresión del ornato, acorde con que los órdenes arquitectónicos no sólo fuesen decorativos.
La curiosidad de su construcción viene dada porque su fachada principal no da al río, sino a esa plaza “del embarcadero” al igual que el singular edifico de la Lonja.
La inauguración de la Real Fábrica ocurría a finales de 1799 y en el pliego de condiciones se indicaba que la producción alcanzaría: aguardiente anisado (14 a 15 grados), aguardiente seco y demás de su clase (17 y 18 grados) y anisete superior y mistelas. En 1818, el Estado abandona la producción directa de todas sus fábricas de aguardientes y se produce el cierre.
La peculiaridad de la fabricación del aguardiente en nuestra ciudad; mitad producto de las aguas de La Piedad, mitad negocio lucrativo de la hacienda pública de la época; se dieron de la mano en este magnífico edificio que, por su posterior emplazamiento de La Aduana, ha llegado a nuestros días con este singular nombre.
Enrique Bartolomé López