Lamentación por la hacienda de “Las Beatillas”

Aprendamos de lo que no se debe hacer nunca.

Hace muchos años, cuando comenzaba la ilusión que llenaba mi vida, que no he perdido sino aumentado, a investigar ansioso en la ciudad fenicia del Castillo de Doña Blanca, tuve la ocasión de visitar Las Beatillas, una hacienda de comienzos del siglo XVIII que se alzaba avejentada su cara por el tiempo y su interior bien conservado en un punto de privilegio de la Sierra de San Cristóbal, el punto más alto cercano a la Bahía. 

Tuve el privilegio de visitarla con D. Diego Angulo Iñiguez, Catedrático de Historia del Arte de la Universidad Central y Complutense, que cada verano descansaba en agosto en el Caballo Blanco –hoy también destruido-, quien escribió una amplia bibliografía sobre el arte español y un manual en dos tomos que conocemos todos los que cursamos la asignatura de Historia del Arte. “Voy a estudiar el Angulo”, se decía, en término familiar y cariñoso, revestido de respeto. Y también con el amigo, el primero que tuve al llegar a El Puerto y el primero que visitó las excavaciones del CDB, Luís Suárez Ávila, abogado y humanista. Visita inolvidable en una mañana de comienzos de ese mes. 

El edificio sencillo, perfecto en su estructura, las paredes y la piedra revestida de ese color grisáceo que acumulan el tiempo y los hongos afincados en sus paredes. Pero nada más. En estado de vida, que me cautivó desde la primera visita. Hubo alguna más en algún día de agosto de otros años, hasta que en 1986 falleció el ilustre profesor que nos ilustró tanto de aquel edificio. El catedrático nos explicaba con detalle cada piedra, arco, jamba, techumbre y disposición del patio y espacios interiores, además de sus usos y de su vida. Desde el comienzo intuí, vi posible que podía servir para algún fin cultural importante relacionado con la explicación de aspectos agrícolas en la antigüedad, por ejemplo. Y me quedé sólo con los sueños y los proyectos incumplidos, como siempre, desde que llegué aquí pleno de ellos, convertidos algunos en proyectos que resucitaban la historia y no la destruía y elevaba la cultura y no la bajaba hasta el suelo.

Pasó el tiempo, y se proyectó allí lo que nunca debe hacerse sin sentido, unir pasado y presente. Es cosa corriente que se efectúa sin éxito. Porque se requiere conocimiento, sensibilidad y cómo unir dos tiempos distante unos siglos. Lo que quedó fue la antítesis de lo que digo. En lugar de unir, desunir. En vez de mostrar sentido común en el proyecto, que nunca debió permitirse, siquiera por respeto a la historia y al patrimonio del que tanto se habla y tanto se le da la espalda, se logró lo contrario, el sinsentido, la fealdad, la antítesis de la arquitectura unido a tan severos elementos y en un paisaje muy bello. Y no podía creerlo. Sucedió. Se hizo e inauguró en 2001.

Se celebraron fiestas, quizás algún congreso, bodas, deportes, en espacios de risa, en espacios que definen la fealdad, la horterada –como se dice en lenguaje coloquial- y el enfado de muchos. Ante tanto desastre, y resumiendo mucho, sucedió lo que algunos predijeron que no parecía ni conveniente ni legal. Y el Supremo ordenó su derribo. Se llevó a cabo hace poco tiempo, en 2018. Se desgajaron dos elementos muy distintos en todo. Pero el que ha quedado, el que debió existir, ha sido condenado al abandono, a la destrucción, a la barbarie, al olvido, a que cometan todas las barbaridades que se pueden inventar en la zona fatal del cerebro de la destrucción, que es mayor que el de la construcción. Y todo, ante la pasividad y al botellón hace unos días. ¿Dónde estamos?

Es lo que he visto en estas pocas fotos que ha mostrado un amigo en Facebook. Como dije ayer, estamos en setiembre de 2020. Lo que no sé, si es antes o después de Cristo. Por lo que he visto, antes, pero mucho antes. Temo que estaremos así muchos decenios, estancados en la barbarie y en el olvido.  Lo paradójico es que existen, dicen algunos, una “educación exquisita”, excelente, y multitud de leyes que ignoro para qué sirven. Bueno, si lo sé. Pero lo dejaré para otra ocasión. Adelantaré sólo que están en muchos casos, y lo he vivido y sufro, para llevar al olvido a quienes nos preocupamos por la historia, el patrimonio y la cultura. 

Quizás llegue un momento, no sé cuándo, que la cultura se acerque a nosotros, consustancial y necesaria, junto a la educación adecuada y unos objetivos de vida personal y de ciudadanos aceptables. Quizás. No estoy seguro. No creo que esta carrera imparable a la barbarie se detenga pronto. Es mucho más fácil destruir que construir. La Historia y la vida están plenas de ejemplos, por desgracia.

Diego Ruiz Mata. Catedrático de Prehistoria

Hacienda Las Beatillas
Fotos: Alberto Castrelo

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