BETILO visitó, de la mano —y de la palabra sabia y elegante— del profesor Francisco Gónzalez Luque, algunos lugares emblemáticos de Cádiz. Nos fuimos a Cádiz a ver, a saborear, el Oratorio de San Felipe Neri, el Hospital de Mujeres y la Santa Cueva. Una mañana de levante para conocer el corazón del patrimonio de la ciudad.
En el Oratorio, fachada austera, en su elipse prodigiosa, luminosa y amplia, encontramos los ecos —¿cómo no emocionarse? — de los diputados de las Cortes de Cádiz. Innegablemente que eligieron bien el sitio (cedido por los filipenses). Junto a capillas con influencias genovesas —bellísimos alto-relieves en mármol—, retablos rococós del XVIII, y la Purísima de Murillo que, desde lo alto, majestuosa y azul, lo domina todo. Recorrimos las magníficas siete capillas, algunas de sus obras fundamentales y recordamos algunas de las ausentes —no se sabe muy bien el porqué de su ausencia—.
Tras el Oratorio, buscamos el Hospital de Mujeres, en la calle de su mismo nombre. Un hospital que tuvo su antecedente en un hospitalito en la esquina de las calles Feduchy y Columela. Entrada que no anuncia el esplendor interior. De nuevo el siglo XVIII, la explosión de Cádiz como ciudad clave, el centro del comercio, su orientación a la aventura americana. Majestuoso el patio, con sus azulejos holandeses y el viacrucis en bellos azulejos sevillanos. Se notan las influencias en la ciudad abierta. Tras una escalera imperial—nunca mejor la denominación—, accedemos a otro patio, este menor, pero desde el que se observan detalles de la bóveda al final de la extraordinaria escalera. En la fastuosa capilla de Ntra. Señora del Carmen, entre el patio y una de las entradas, las espléndidas columnas de mármol elevan el espacio deliciosamente. Paseamos las capillas de los laterales…hasta llegar a la que alberga la pintura de Doménikos Theotokópoulos, El Greco, Visión de San Francisco con el compañero de espalda. Aquí hay que pararse. Nunca la representación de la pobreza resultó tan apabullante. Nos quedamos absortos ante la túnica llena de remiendos de San Francisco, los simbólicos nudos de la cuerda que la ciñe, el gesto extasiado del santo ante la luz cenital.
Aún transpuestos del éxtasis de El Greco, salimos a la calle Rosario Cepeda en dirección a la Santa Cueva. En la calle Rosario, la fachada de la iglesia del mismo nombre fue preludio del descenso a la oscuridad de la Cueva, al recuerdo de los congregados para reflexionar y revivir la Pasión. Impactante el sillón del director de las ceremonias de penitencia (flagelaciones incluidas) a los pies de la capilla hundida en el subsuelo con un Crucificado bañado en luz que contrasta con un ambiente gris de tragedia y abatimiento. Tras esa desasosegante experiencia subimos, en un simbólico proceso de liberación espiritual, al oratorio superior, representante también del esplendor económico de la ciudad. Ahí, como comentó el profesor Gonzalez Luque, ya cuesta centrar la atención, entre los bajo-relieves, las pinturas en las bóvedas, las impresionantes columnas de un mármol veteado en múltiples tonos ocres y las pinturas semicirculares. Y entre ellas, y como comentaba una socia de Betilo, las de Goya aparecían diferentes, rompedoras, definitivas. Y de entre las tres, la Santa Cena, con todos los comensales sorprendentemente extendidos en el suelo, algunos dando la espalda al espectador.
La salida a la realidad de la calle Rosario, luminosa y ventosa la mañana, fue la despedida inevitable de la visita. Pero nos fuimos con el regusto de la fascinación por lo vivido, y con la clara y decidida sensación de que tenemos que volver a Cádiz. Y volver, de nuevo, orientados por el conocimiento y la claridad de nuestro querido amigo Paco. –
Joaquín Moreno Marchal