Corren tiempos recios, como diría Santa Teresa, aunque en estos momentos no nos refiramos como ella, hacía al temido tribunal de la Inquisición, aunque… ¿quién sabe? Pero los tiempos recios que ahora corren se refiere a otros males, mucho más físicos y corporales. Pero también a estos es hora de sobreponerse y encarar el futuro. Miro por la ventana y siento como el sol entra a raudales en estas mañanas otoñales de sol frío. Calándome el sombrero y embutiéndome en el abrigo me echo a la calle en busca del aire, frío, cargado de humedad, que espabile y vivifique el cuerpo haciéndome andar y entrar en calor.
Hoy en mi paseo intento alejarme del bullicio del centro urbano, por lo que me dirijo hacia el Monasterio de la Victoria. Desde lejos, su silueta aparece imponente. Al acercarnos, la escultura situada a la puerta nos retrotrae a momentos trágicos y vergonzosos de nuestra historia. Momentos de dolor, de intolerancia, de venganza, de injusticia. Apartamos de nuestros ojos las sombrías imágenes evocadas y nos acercamos a la puerta de la gran iglesia, que se yergue majestuosa, imponente, mostrando sus heridas, propias del deterioro del tiempo y la incuria.
Alzo la mirada hacia la puerta, que trata de recordar modelos sevillanos de los que claramente desciende. A pesar de su evidente deterioro, la majestuosidad del edificio habla claramente de cómo los duques de Medinaceli, en un momento de enfrentamiento con los monjes de Santa María de Huerta, quisieron hacer de este monasterio su panteón familiar.
Los relieves del dintel, muy desgastados por la erosión, apenas son capaces de mostrar la apariencia real de lo allí representado, dejan ver, sin embargo, la figura nítida de un hombre desnudo, que se halla atrapado entre las ramas de un arbusto que parece aprisionarle e impedirle todo movimiento. Se trata de una iconografía muy habitual en la Edad Media, mediante la cual se simboliza al ser humano, esclavo de sus pasiones que, incapaz de rehuir el pecado, permanece preso de sus vicios, abocándose a los castigos del infierno. Santo Tomás, comentando esa figura alegórica decía que las ramas más delgadas representan los pecados veniales y las más gruesas los pecados mortales.
Muy alejados hoy día de esa mentalidad de pecado y culpa en la que la Iglesia católica educó durante siglos, inculcándonos el sentimiento de culpa, la imagen del hombre, del ser humano preso de sí mismo nos hace reflexionar sobre la realidad cotidiana. No es el pecado lo que nos ata, nos son nuestras pasiones las que nos esclavizan, pero, sin embargo, no parece que podamos sentirnos libres. Cambian los tiempos, se modifican las ataduras, nunca son las mismas, pero siempre existen. Ya no nos amenazan con el castigo eterno del infierno. Otros son los castigos. Lo más curioso es que cada vez los lazos que nos atan son más finos, más invisibles, más sutiles, pero más férreos, resistentes e imposibles de romper. ¿Alguna vez seremos libres?
El hombre aquí representado, una alegoría del pecador, obtendría la salvación mediante el arrepentimiento de sus pecados, logrando así la salvación eterna, olvidándose de los males y penurias pasadas en este mundo terreno. La esperanza de la salvación. Eso era lo que mantenía a los seres humanos aferrados a una existencia precaria, muchas veces cruel y dolorosa. Pero había que darles una esperanza para que pudieran seguir cumpliendo su misión, trabajar. ¡Ganarás el pan con el sudor de tu frente!
Es un mensaje esculpido en piedra cargado de sabiduría, sobre todo por parte de los que lanzan este mensaje moral y de esperanza. La Iglesia se ofrece como único camino de salvación, no para el cuerpo, no para las personas, sino para las almas, que son más obedientes. El objetivo era lograr la obediencia, el acatamiento de un rol encomendado, no elegido, pero indispensable para el mantenimiento de una estructura social en la que poco puede opinar el trabajador, pero sí mucho que trabajar. La Iglesia, siempre tan eficiente, se encarga de hacer cumplir el destino asignado. ¡Corren tiempos recios!
Antonio Aguayo Cobo