El olor de los churros, el aroma de los cafés, las voces de los vendedores de puestos callejeros, y el bullicio mañanero del mercado, me conducen de nuevo ante la magnífica fachada que preside la Placilla, la conocida como Casa de los Leones. Os acordáis, ¿verdad?
En mi anterior paseo, menos caluroso que el de hoy, ya me habían llamado la atención dos bustos que parecen sostener el balcón de la casa, mostrando un profundo gesto de dolor. Su aspecto monstruoso, provistos ambas de cuernos, símbolo del demonio, nos advierten que se trata de alegorías de sendos pecados. La figura de la derecha, (izquierda del espectador) es fácilmente identificable por los retorcidos cuernos de cabra y la puntiaguda barba, características ambas de los faunos, los cuales, por su carácter lascivo y estar siempre excitados sexualmente se han convertido en el símbolo de la lujuria.
La otra figura, muy similar, también provista de los cuernos alusivos al pecado, carece de barba, lo que permite apreciar una delgadez extrema, casi cadavérica, que lo identifica como el otro gran vicio para la moral católica, que es la avaricia.
Ambos vicios, como ya hemos visto, están sosteniendo el balcón de la mansión, pero al mismo tiempo, aplastados por su peso. Se trata de explicar, cuales son los vicios que podían atribuirse a un comerciante, tradicionalmente acusados de usura. Sin embargo, el hecho de estar aplastados, muestra como con la ayuda de la Virgen de Caldas, devoción particular de los dueños de la casa y símbolo de Cantabria, esos vicios han sido sometidos y sojuzgados, de ahí el gesto de dolor que indica el sufrimiento padecido.
Hay que hacer mención a que los vicios se refieren a ambos dueños de la casa, tanto a Jacinto Díez de Celis como a su esposa. El vicio de la lujuria es atribuido tradicionalmente a la mujer, ser más inclinado a la lascivia según la mentalidad de la época, siempre insaciable e insatisfecha, mientras que la avaricia sería el vicio atribuido a los comerciantes, máxime cuando su éxito, como en el caso de Jacinto Díez, ha sido tan fulgurante y espectacular.
En estos vicios, ahora sometidos con la ayuda de la Virgen, se puede apreciar claramente la mentalidad de la época. Al hombre, que se ocupa de los negocios, que ha de salir a buscar la fortuna fuera del hogar, es al que se le puede acusar de avaricia, de usura, de engaño en las transacciones comerciales. A la mujer, cuyo ámbito es el hogar, no se le pide otra cosa más que la castidad. Nada ha de demostrar en cuanto a negocios u otro ámbito de trabajo. Nada se le pide, nada se le exige, solo castidad. Sirva de ejemplo las palabras de Luis Vives:
Pero en la mujer nadie busca elocuencia ni bien hablar, grandes primores ni ingenio ni administración de ciudades, memoria o liberalidad; solo una cosa se requiere de ella y ésta es la castidad, la cual, si le falta, no es más que si al hombre le faltase todo lo necesario.
Es el vicio de la lujuria el que ha de controlar la mujer, débil como Eva, pero esto solo lo puede lograr con la ayuda de la nueva Eva, la Virgen María, ejemplo de castidad y pureza, y modelo a seguir por todas las mujeres.
Sin embargo, aunque este es el discurso oficial de una época, la realidad es muy otra. Muchas eran las mujeres que se hacían cargo de los negocios, o que simplemente no se ajustaban estrictamente a las normas dadas por una sociedad deseosa de mantenerlas recluidas en la privacidad del hogar, cosa no siempre aceptada por las mujeres.
Reflexionando acerca de la mentalidad que ha hecho posible esta obra, fiel hija de su época, me pregunto cuáles son los nuevos estereotipos, las nuevas etiquetas que se asimilan a los hombres y mujeres. ¿Realmente hemos evolucionado mucho? ¿Hemos cambiado? Me alejo lentamente de la Casa de los leones, con los ojos llenos de imágenes del siglo XVIII, pero con las dudas puestas en la actualidad.
Antonio Aguayo