En paralelo y perpendicular a la margen derecha del río Guadalete, en las inmediaciones de la que era a principios del siglo XIX su desembocadura en la Bahía de Cádiz y en las cercanías de donde se encontraba la antigua ermita de Guía, se extiende el más singular de los ensanches urbanos de nuestro país: el polígono industrial bodeguero del Campo de Guía.
El historiador y profesor Rafael Sánchez González, nos ilustra y documenta sobre la existencia del callejón de San Diego en una de sus publicaciones editada por la antigua Caja de Ahorros de Cádiz en 1987: el urbanismo portuense en la década comprendida entre los años 1828 – 1838 sobre el Ensanche del Campo de Guía. En ella podemos ver la reproducción del plano topográfico del Campo de Guía que realizaron a instancias del Ayuntamiento en 1835 el arquitecto portuense Torcuato-José Benjumeda y el tarraconense Juan Daura. Siguiendo sus explicaciones y contemplando detenidamente el plano de la imagen caemos en la cuenta de que existe un callejón sin salida muy poco conocido.
El Ayuntamiento tomó en su momento la decisión de racionalizar toda la zona conocida como el Campo de Guía. Paraje en el que ya se habían construido algunas bodegas, como la de don Manuel Moreno de Mora; y otro bodeguero más que ya había echado los cimientos también para su nueva construcción, como era el caso de don Carlos Carrera, siguiendo la línea marcada con un anterior plano por don Valentín del Río el 13 de septiembre de 1833 y que más tarde se desechó. Ante esta medida ninguno de los dos propietarios va a quedar conforme con el propósito del Ayuntamiento, pues veían perjudicados sus intereses.
Fueron numerosas las discusiones que se mantuvieron para fijar las calles maestras que habrían de servir como guías para planificar adecuadamente el ensanche industrial. Como bien se puede observar en el plano, el callejón de San Diego sigue su proyección hasta la calle Aurora en paralelo con la de los Moros, pero que éste se corta a mitad de una manzana de bodegas. Los arquitectos redactores del plan consideraron más sensato que la trama viaria se basara sobre dos calles maestras: la calle Valdés y la calle de los Moros, pretendiendo con ello sin destruir las líneas cardinales del proyecto, conseguir una cierta uniformidad en todo el conjunto.
Por tal motivo fue rechazada la nueva calle que se alzó con el proyecto de 1833, “calle proyectada equivocadamente por el “aficionado” que hizo el plano primitivo, la cual acomete contra la bodega del Sr. Mora y debe cerrarse en la embocadura de la de San Bartolomé…”, según palabras textuales de los arquitectos; de la cual se puede decir que no tendría la categoría de calle, pues sería un callejón formado entre dos edificios que presentaría además muchos inconvenientes.
Pensaron en cambio que podría ser utilizada como comunicación interior por las bodegas ya edificadas y las que estaban edificándose en esos momentos, ya que su espacio, aunque estrecho podría servir para desahogo, luz y ventilación de los edificios.
Se razonaba entre otras consideraciones que “al quedar como callejón sería una zona propicia para el robo, y al estar al mismo tiempo habilitada como lugar de trabajaderos con un alto índice de combustibilidad se podrían causar importantes daños dado un fuego, que no sólo arruinaría a todos los dueños, sino que también produciría la infelicidad de multitud de familias que dependían de unos establecimientos tan poderosos que constituían la mayor parte de la riqueza de la ciudad”.
Finalmente se decidió que se cerrara con una portada por la calle San Bartolomé de la cual había de tener cada uno de los interesados una llave para cuando les fuese necesario, quedando en la obligación que en las horas de la noche tendría que estar cerrada para evitar los perjuicios que pudieran ocasionarse a las bodegas y al público en general.
Como habrán podido comprobar, El Puerto ciudad de misterios, de sombras y de leyendas tiene un callejón que nació torcido cuyo espíritu permanece escondido entre cuatro paredes con olor a vinaza.
Manolo Morillo